Llego a locutorios. Me siento y espero. Al llegar el chaval, de 20 años, se queda de pie, me mira triste, avergonzado. Pongo la mano en el cristal, el pone la suya. Se sienta;
- Julio, siento… siento no haberme presentado a lo del boxeo. Y encima otra vez aquí, después de que me sacasteis… lo siento mucho, siempre te defraudo.
- No te preocupes hombre, no pasa nada.
Me cuenta la condena que le ha caído. Pero a diferencia de otras veces siento un escalofrío enorme.
Esta vez ya no me pregunta ni me pide una abogada para que le saque.
Hace unos meses le vi en la calle, estaba perdido, descontrolado, una especie de “no se adonde ir”, “no sé qué hacer con mi vida”, “no aguanto en ningún trabajo”, “mi familia me machaca”, “aquí afuera no valgo para nada”… y ahora en la cárcel, de vuelta, le veo más seguro, como que ya ha acabado la incertidumbre de la libertad, de tomar decisiones, de elegir… y llega la seguridad de la Institución.
De centro de protección de menores, a centro de reforma, de centro de reforma a la cárcel… como si el recorrido estuviese diseñado de antemano. Toda una vida de Institución, de carceleros, de reglamentos de régimen interno, de rutinas repetitivas… Niños que han crecido y se han criado en cárceles.
“¡Pero si solo tiene 20 años!” pienso, y ya la libertad le da vértigo.
¿Qué demonios han hecho con estos críos?
terrible