
Horacio, en la novela «El Asco», en su retorno a El Salvador, se ahoga, se asfixia, como si hubiese entrado en un laberinto sin salida, sin esperanza, sin solución. Cómo el señor K en El Proceso de Kafka.
«Este país solo es famoso por las barbaridades que se cometen; genocidios, las pandillas, la guerra…», cómo si el país compitiese por ganar el récord Güines de la violencia;
- Durante la guerra civil la mayor matanza de civiles de América en el siglo XX (El Mozote).
- Después de la guerra, las dos mayores y más violentas pandillas del mundo; la Mara Salvatruchas y la 18.
- Hoy la mayor cárcel, o… hablemos bien; campo de concentración, de toda América, y la tasa más alta de presos per capita del mundo, que ya supera a EEUU.
Pero hoy, no sólo eso. El gobierno filma, graba y difunde la nueva prisión con sus presos en fila, en calzoncillos, agachados, las planchas de metal como camas, la celda oscura de aislamiento… Cómo si fuese una superproducción. Orgulloso, dando ejemplo al mundo. «Las Olimpiadas de la violencia las hemos ganado nosotros».
Y el público aplaude dentro y fuera del país.
«Cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad» decía Mary Shelly en su novela «Frankenstein».
Cambia con el tiempo la violencia su vestido, su máscara, su disfraz. Pero no su esencia, la desigualdad.
Militares, maras, Estado. Heredan unos la violencia de los otros, como una condena, cómo una maldición que nadie puede romper.